sábado, 7 de mayo de 2016

El «calentón» de Figaredo (Mieres)

Minas de Figaredo, S. A. fue una empresa fundamental para la economía de la cuenca del Caudal durante la mayor parte del siglo XX. Se constituyó en 1932 a partir de la sociedad unipersonal Inocencio Fernández Martínez y de la comunidad de beneficios de su viuda e hijos (ya les he contado en otra ocasión que la familia cambió el apellido Fernández, tan corriente que hasta yo mismo lo llevo, por el de la localidad en la que residían y que les daba más alcurnia).

Los pozos de los Figaredo gozaron de la mejor fama entre todos los asturianos, pero, al llegar los años 70, entraron en crisis como el resto del sector hullero. En 1973 ya se vivió la primera regulación de empleo, aunque sirvió para muy poco, ya que, en vez de arreglarse, la cosa fue a peor y las protestas de los trabajadores empezaron a subir de tono. En la campaña para las elecciones generales legislativas del 15 de junio de 1977, los mineros llegaron a boicotear en Mieres algunos mítines de la UCD y el 6 de abril de 1978 una manifestación reunió en las calles de la villa a miles de personas exigiendo una solución estatal para la supervivencia de la explotación, que iba a cerrar aquel ejercicio con un descenso de producción que se quedaba en 182.955 toneladas, 95.045 menos que el año anterior.

Las causas de aquella situación de desastre eran varias, entre ellas, según afirmaba la dirección, el elevado absentismo de la plantilla, pero, aunque no hubiese sido así, existía una condición que hacía imposible la rentabilidad por mucho carbón que se sacase: el precio de venta del mineral fijado por la Administración, que entonces era tan bajo que ni siquiera alcanzaba para amortizar el coste de la extracción.

De esta forma, en noviembre de aquel año, la explotación vivía en una situación de conflicto extremo originada por el retraso de dos meses en el pago de los salarios y acentuada además por la negativa del economato de la empresa a adelantar los alimentos de primera necesidad y otras mercancías básicas si no se abonaban previamente.

El día 2 de aquel mes se intentó romper el círculo vicioso convocando una reunión del comité de empresa y a ella acudió también el ingeniero técnico José María Figaredo Sela, uno de los propietarios de la explotación; se habló largo rato sin llegar a ningún acuerdo hasta que las propuestas fueron radicalizándose y los trabajadores empezaron a proponer medidas de presión, entre ellas un encierro en el pozo. Llegado este punto y entendiendo que el problema era de todos, se solicitó la colaboración del técnico, que dio una negativa por respuesta e incluso, como declaró ante el juez uno de los implicados cuando se juzgaron los hechos que ahora les contaré, provocó un momento de tensión al reírse de la invitación y «entonces se le contestó que allí no se estaba para bromas».

Lo que sucedió a continuación fue que, cuando la mesa ya se había cerrado, cuatro mineros tomaron la improvisada decisión de seguir a José María Figaredo para forzarle a bajar con ellos al interior del pozo, pero su hermano, director administrativo de la explotación, lo impidió dando la orden de cerrar la corriente de la jaula tras observar desde la ventana de su despacho cómo lo iban llevando hasta allí cogido por el brazo. Ante aquel inconveniente, el grupo tuvo que cambiar de idea y el ingeniero fue subido a pesar de sus protestas a lo alto del castillete.

La noticia del secuestro se extendió rápidamente desde el valle de Turón por toda Asturias. Si me permiten una referencia personal, pero que sirve de ejemplo a lo que les digo, yo estudiaba entonces en la Facultad de Filosofía y Letras de Oviedo y, como la mayoría de quienes compartíamos vivencias en aquel recinto, militaba en uno de aquellos grupúsculos políticos que se organizaban entre sus venerables paredes. Como nos apuntábamos a todo, aquel día llenamos dos coches y nos plantamos en Figaredo para esperar acontecimientos al pie del pozo mezclados con los cientos de curiosos que se iban acercando poco a poco hasta el lugar. Allí pudimos ver después de varias horas de incertidumbre a los de arriba discutiendo su postura con los alarmados representantes de Comisiones Obreras (CC OO), sindicato al que pertenecían los cuatro y que temían que la cosa se les fuese de las manos, hasta que recapacitaron y decidieron abandonar su actitud para presentarse voluntariamente en el Juzgado de Mieres y declarar sobre lo sucedido.

El día 8 y cuando se encontraban en la prisión provincial de Oviedo acusados de la detención ilegal del copropietario de Minas de Figaredo, éste dirigió un escrito al comité de empresa comunicando su despido inminente: «La dirección de la empresa se propone sancionar con el despido a Avelino García, Laudelino Andrade, Luis Argüelles y Florentino Matías Crespo, como autores de falta muy grave de indisciplina y malos tratos contra el ingeniero de esta sociedad, José María Figaredo Sela, a quien tuvieron secuestrado durante diez horas en el castillete del pozo San Inocencio, el pasado día 2».

Hubo que esperar al miércoles 6 de junio de 1979 para que las aguas volviesen a su cauce en la Audiencia Territorial de Oviedo, cuando se inició un juicio en el que todos se manifestaron conciliadores. Allí estaban unos 200 compañeros para apoyar a los acusados, que defendía el abogado José Ramón Herrero Merediz, y oponerse a la sentencia de despido aceptada por la Magistratura de Trabajo de Mieres. La petición inicial del fiscal iba desde la pena de cuatro años, 20.000 pesetas de multa y 40.000 como indemnización al secuestrado para Matías Crespo, considerado el responsable principal de los hechos, hasta los 9 meses e iguales cantidades de dinero para Luis Argüelles, que había sido el de menor implicación.


A lo largo de la sesión, los acusados fueron abundando en sus intervenciones en la idea de que lo sucedido aquel día había sido espontáneo, sin premeditación y debido a la tensión que se vivía en aquellos momentos en la empresa y que únicamente se buscaba llamar la atención para buscar la salvación económica de 1.600 familias y el propio Matías Crespo manifestó que si en aquella acción alguien había tomado del brazo al ingeniero había sido sólo para darle ánimos.

Por su parte, la declaración de Avelino García resumió perfectamente lo que todos querían expresar, cuando afirmó que «en aquel momento, yo no sabía ni cómo me llamaba y sólo pretendía lograr la solución inmediata en el problema de los pagos y en el resto de los problemas que nos afectaban».

Así lo entendió también el fiscal al considerar que los implicados «actuaron bajo los efectos de una gran ofuscación no llegando a comprender el verdadero alcance de su acción», lo que, con palabras más cultas, quería decir que todo había sido producto de un «calentón». En consecuencia, acabó rebajando la petición de penas, solicitando la absolución de Luis Argüelles Martínez, al considerar que era inocente de los hechos que se juzgaban, y pidiendo sólo 8 meses de prisión menor y 20.000 pesetas de multa para los demás. Por su parte, el mismo José María Figaredo también quitó fuego al asunto manifestando que él no había solicitado ninguna indemnización y que si se le otorgaba renunciaría a ella.

Y hasta aquí este episodio puntual que pasó a formar parte de la historia del movimiento obrero asturiano. Desde aquel momento, los acontecimientos se desarrollaron con rapidez: el 7 de diciembre de 1978 Minas de Figaredo, S. A. solicitó una regulación total de empleo; al poco tiempo la familia vendió su propiedad al Estado por un precio simbólico reservándose únicamente el control del Parque de Carbones de Tenerife, una sociedad auxiliar de las minas, y así el Consejo de Ministros decidió la incorporación de la empresa al Instituto Nacional de Industria en 1980, pero, aunque el coste de arranque en la explotación era entonces notablemente inferior al de las minas de Hunosa, ésta ya tenía encima suficientes pérdidas como para admitir una carga más.

De modo que hubo que esperar, gestionando la mina mediante contratos-programa hasta que en 1998 se consiguió la ansiada integración tras la firma de un acuerdo en un chalé de los Peñascales, en Madrid, entre el Ministerio de Industria y los sindicatos donde se fechaba el cierre para el 31 de diciembre de 2005.

Todavía se consiguió ir dando largas hasta que, finalmente, a la una y media de la tarde del 29 de junio de 2007, subió a la superficie la jaula de Figaredo llevando a seis trabajadores que despedían, seguramente sin saberlo, dos siglos de minería en el valle de Turón. La capa 27 había dado la última vagoneta de carbón del pozo y el silencio empezó a reinar en sus galerías desiertas. Sólo quedó allí un pequeño retén de mantenimiento mientras el resto de la plantilla se trasladaba a otras explotaciones.

En aquel momento, todos nos dábamos cuenta de que la vida iba a cambiar para los habitantes de la zona, pero no nos podíamos imaginar hasta qué punto.

Fuente: La Nueva España

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