La palabra estraperlo se define en el diccionario de la Real Academia Española como «comercio ilegal de artículos intervenidos por el Estado o sujetos a tasa» y, aunque seguramente ya está en desuso entre los más jóvenes, hubo una época en la que figuraba entre las más empleadas por la ciudadanía de este país. Se trata de un término que no tiene su raíz en una lengua clásica, como la mayoría de las nuestras, sino que se formó uniendo las primeras sílabas de los apellidos de tres estafadores, el matrimonio Strauss- Lowann y su socio Perel, quienes sobornaron en 1934 a algunos altos cargos del Partido Radical, entre ellos Aurelio Lerroux, sobrino de don Alejandro, para instalar dos ruletas fraudulentas en el Casino de San Sebastián y en un hotel de Mallorca.
Por un desacuerdo entre los malandrines, el propio Strauss acabó denunciando la farsa ante don Niceto Alcalá Zamora, el honrado presidente de la República, y el escándalo fue tal que no solo provocó la dimisión de todos los implicados sino que desde entonces se pasó a denominar estraperlo a otras actividades ilegales y especialmente al comercio clandestino de materias de primera necesidad que floreció en los años de hambre que siguieron a nuestra guerra incivil.
Los mayores aún recuerdan claramente la larga etapa de racionamiento impuesta por el régimen franquista, que se prolongó hasta 1952 y en la que convivían en paralelo dos economías: la oficial y la subterránea. El 14 de mayo de 1939 se empezaron a usar en España unas cartillas que proporcionaba la llamada Comisaría de Abastos y en las que se determinaba la cantidad de productos básicos de los que podía disponer cada familia. Con ellas se regulaban alimentos como las legumbres, azúcar, tocino, café, sucedáneo de chocolate, membrillo y sobre todo pan negro, a razón de 150 o 200 gramos por cartilla, ya que en Asturias el pan blanco solo se conseguía para las ocasiones, como la carne, la leche o los huevos.
El tabaco negro, se consideraba entonces como un artículo imprescindible, hasta el punto de que no era raro que se hiciesen colectas benéficas para repartirlo después ¡entre los enfermos de los hospitales! Todos los varones debían fumar para demostrar su hombría; sin embargo, entre las mujeres dependía de su clase social: para las ricas era un hábito elegante, en las de clase media estaba mal visto y no solía mostrarse en público y con respecto a las pobres, a nadie le importaba lo que pudiesen hacer.
Era tal la demanda que hubo un momento en el que, sumando los cupones auténticos con los falsificados, el número de fumadores españoles superaba al de los habitantes del país y eso que quienes preferían los puros o el tabaco rubio -a los que se suponía más poder adquisitivo y de paso más querencia al Régimen-, tenían libertad de compraventa. Un recurso casero consistía en secar hojas de higuera para fumarlas después y otro más cochino era la recogida de colillas para tratarlas y devolverlas al mercado en forma de cigarrillos liados -recuerden ustedes La Colmena, de Cela, o Tiempo de Silencio, del malogrado Luís Martín Santos, donde creo recordar que también aparece una escena similar-.
Cualquier forma de ayudar a la economía era buena, y así la imaginación se ponía en funcionamiento para elaborar artesanalmente productos que luego se vendían saltándose los impuestos. Con el café se experimentaba este arte de la simulación con sucedáneos de calidad ínfima, aunque casi siempre se hacía para el consumo propio y en cuanto al jabón, que también se racionaba, la formula consistía en mezclar resina con sebo, pero había que saber hacerlo y esta habilidad se pagaba, de modo que su venta también estaba perseguida.
Pero la estrella era el aceite, fundamental en todas las cocinas. El que proporcionaba el Gobierno era una mezcla que hoy no superaría ningún control sanitario, aunque entonces no se miraban estas cosas?Mi abuelo era relojero y bromista, aunque no sé si los amigos que le sobrevivieron le recordaban más por una cosa o por la otra. Supongo que ustedes conocen que las maquinarias de cuerda deben limpiarse y engrasarse cada cierto tiempo; es una de las labores del taller de relojería que se hace de forma manual y empleando una cantidad tan pequeña de aceite que para la operación antiguamente se empleaba un pelo sujeto a un palillo.
Se lo cuento porque Julián Burgos -que así se llamaba, como puede comprobarse en las esferas de los relojes que muchos mierenses guardan como recuerdo de otras épocas-, contó una tarde en el café que estaba a la espera de recibir un bidón con el preciado líquido que le enviaban desde Abastos para poder desarrollar su trabajo y que lógicamente le iba a sobrar; mi abuelo completó el bulo con el dato de la hora exacta en la iba a llegar el tren que traía el envío y, para resumir, les diré que la broma acabó con un numeroso grupo de ciudadanos en la estación del Norte, lata en mano por si caía algo; la intervención de la fuerza pública y la consiguiente entrevista de la autoridad competente con mi abuelo que fue severamente amonestado?tanto por ellos como por mi abuela.
Y es que había una relación directa entre los trenes y el estraperlo, principalmente en el caso de las cuencas mineras con el que hacía el trayecto Madrid-Gijón, porque era el de más vagones y siempre venía atestado de pasajeros, con lo que era más fácil disimular la carga que se había adquirido en tierras leonesas y la Guardia Civil no solía revisar los paquetes a no ser que estuviese buscando mercancías relacionadas con el orden público.
Otra cosa era evitar el control de los fiscaleros o consumeros que esperaban en los andenes para cobrar impuestos o requisar directamente todo lo que se traía de tapadillo desde la Meseta. Así que antes de llegar a las estaciones no era raro contemplar en algunos puntos el lanzamiento de paquetes que eran esperados desde las orillas de la vía, aunque lo que sí resultaba más extraño era la coincidencia de varias embarazadas en el mismo viaje, o lo frioleros que eran algunos, que no dejaban el abrigo ni en los días más cálidos de agosto.
Quienes se dedicaban a este estraperlo de supervivencia, trayendo comestibles solo para que los suyos pudiesen comer o dedicando una pequeña parte a la venta para ganar unos reales, eran a menudo viudas del bando perdedor, mujeres de presos o gentes sin trabajo a las que no les que quedaba otra salida, pero además existía otra clase de estraperlo a gran escala en la que se movían grandes cantidades de carbón o chatarra con la complicidad de los de arriba y así -todos lo sabemos- se hicieron algunas honorables fortunas en las Cuencas.
Esto puede y debe ser criticado, pero responde a la cultura de la picaresca que se estableció aquí en todas las capas sociales, a veces por necesidad y otras por avaricia, pero lo que tiene difícil justificación es el trapicheo con un producto que podía cambiar el destino de una persona en pocas horas evitando su muerte. Me refiero a la penicilina, que llegaba desde el extranjero a los aeropuertos de las capitales, se pasaba por las fronteras de los Pirineos o desembarcaba en los puertos marítimos, entre ellos el de El Musel; tenía la peculiaridad de que era necesario conservarla refrigerada y por ello casi siempre había que buscarla en los bares que tenían nevera, un electrodoméstico que entonces era desconocido en la mayoría de los hogares.
Entre los peligros que tiene Internet está la desinformación y allí puede encontrarse una historia imposible, que algunos dan por buena, en la que el Alexander Fleming, considerado como el benefactor de la Humanidad, no sale bien parado. Se cuenta que fue en la mítica coctelería que Perico Chicote regentaba en la Gran Vía madrileña y donde atesoraba la mayor colección de botellas que en aquellos años había en todo el mundo y allí don Alejandro se encaprichó de una que supuestamente había llevado de ida y vuelta hasta la Luna el astronauta Neil Armstrong.
-Yo se la regalo-exclamó Perico Chicote.
-Y yo le entrego a usted la exclusiva sobre la venta de la penicilina para todo Madrid- contestó el doctor Fleming.
Aceptando la tontería de que existiese la botella viajera, más difícil es saber como pudo conocer Fleming, quien falleció en 1955, que Armstrong había pisado nuestro satélite en 1969 y aunque es verdad que la penicilina del estraperlo se conseguía entonces en la Gran Vía y seguramente en Chicote, la única relación del preciado antibiótico con lo astronómico es el precio que alcanzaba en el mercado negro.
Los años del hambre tienen tanto que contar que debemos dejar para otro día las anécdotas de aquellas mercancías que no estaban racionadas pero que sufrían obligadas mutaciones, como las chaquetas, cuya interior se daba la vuelta cuando la cara exterior ya estaba ajada, o los pantalones que subían y bajaban sus dobladillos según iban cambiando de generación?En fin, disfrutemos de lo que tenemos.
Texto de Ernesto Burgos para La Nueva España
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