Alguna vez, por la mañana, José Zapico se acuerda de su
padre. De cuando se levantaba, lo decía el después de jubilarse, a las cuatro de
la mañana para llegar a la entrada del primer relevo. El era entonces pequeño y
solo tiene el vago recuerdo de oír alguna vez el run run de su madre en la
cocina, preparando el desayuno, y la voz de su padre. Vivían entonces en el
monte y su padre tenía que andar más de dos horas para llegar al pozo, por una
caleya pendiente y, cuando, alguna vez, se despertaba, oía, después de que la
puerta de cuarterón se cerrara con dos golpes secos –abajo y arriba-, el ruido
de las madreñas que se iba alejando
deprisa. Cuando el tenia siete años bajaron a vivir a pueblo. Casi no llego a
ir a la escuela de La Castañal, donde había una explanada en la que jugaban los
rapacinos. Al menos así la recordaba el, grande y plana, pero hace dos años,
una vez que subió a ver como estaba la casa vieja, aprovechando que hicieron
una pista que pasa por allí cerca, le costó trabajo reconocer en aquel terreno,
poco más que la mitad de una bolera, el campo en el que él había jugado tantos
partidos de futbol.
José tarda unos cinco minutos en llegar desde casa al pozo.
Va en coche. Más de una vez y de dos se ha propuesto ir andando, pero la da
pereza levantarse un poco antes y, cuando, con la moda de hacer deporte que hay
ahora, le dicen que es sano andar, pero el comenta que en la mina ya anda
bastante. También es verdad que podría coger el autocar, pero prefiere la
comodidad de no depender del horario y, además, gasta poco en gasolina. Otra
cosa es si viviera en Gijón, por ejemplo, como Ramón, que últimamente trabaja
en la misma rampla que él y tiene que levantarse a las cinco y media de la
mañana para coger el autocar a las seis. Y todavía, viviendo tan lejos, tiene
que madrugar mucho menos que su padre,
cuando vivían en La Castañal. Una vez estuvo en Melendreros, justo debajo de
Peña Mayor, y allí, en un chigre, hablo con un paisano que había trabajado en
la mina y que le dijo que madrugaban a las tres de la mañana, porque tenían que
trabajar hasta Rozaes y luego subir hasta La Camperona y después bajar hasta La
Hueria. A veces en el invierno tenían que quedarse de posada cerca de la mina,
y no porque los días fueran cortos, que daba lo mismo, sino por la nieve. No
hace tanto que la carretera que sube hasta Melendreros. Ni tanto tampoco que
hay autocares para los mineros.
Desde que tiraron la casa de aseo antigua hay mucho más
espacio para aparcar. Antes no cabían los coches. No estaba preparado para eso.
Cuando él empezó a trabajar en este mismo pozo, a los dieciséis años, unos iban andando y bastantes, en bicicleta. La
empresa puso más tarde unos tendejones con unos ganchos para colgar las bicis,
pero al hacer la reforma última las tiraron, porque la bicicleta ya no la usaba
nadie. Pero ahora es posible que vuelvan a hacer falta, porque hay algunos
chavales que la traen. Claro que son bicis de carrera.
Por la mañana, tan temprano, se tienen pocas ganas de
hablar. La gente va entrando y se viste en silencio. Solo si paso algo gordo se
anima el ambiente: cuando hay problemas con el convenio, o si la noche anterior
hubo un partido importante. Cuando hay asamblea, es otra cosa, pero, aun así,
cuesta trabajo arrancar. En el cuarto nuevo pusieron taquillas y cada uno tiene
la suya. En el viejo había esos platillos que, cuando sube uno, baja el otro,
por contrapeso. En un platillo se iba dejando la ropa de la calle y del otro se
recogía la del trabajo.
La empresa da un mono para trabajar, pero José, como casi
todo el mundo, prefiere el traje de pantalón y chaqueta, porque en la mina a
veces se suda y a veces se tiene frio y así uno puede abrigarse o desabrigarse
a voluntad. Camiseta la pone siempre. Y se ha acostumbrado a las chirucas.
Antes usaba botas de goma para andar por la mina y alpargatas para trabajar,
pero las chirucas son cómodas, no resbalan y además tienen la puntera
protegida. En vestirse para la mina
tarda poco. Diez minutos, quizá menos.
Entonces pasa por la lampistería, coge la lámpara, la enciende para ver si
tiene buena luz y deja la ficha de latón con su número en el casillero. El 83.
Mientras sale, ensarta la petaca de la lámpara en el cinturón y lo abrocha a la
cintura. Le gusta dejarlo un poco flojo, para que no cueste trabajo desplazar
la petaca de un lado a otro. La lámpara no la sujeta todavía al casco. Le gusta
pasarla por encima del hombro para que quede colgando con el pecho. Así va
andando hasta cerca de la caña del pozo y mira por última vez el reloj. José
suele ser puntual. Si hay tiempo, comenta algo con el vigilante de su taller.
El sonido del turullu nunca le coge en la casa del aseo. Por eso baja siempre
en la jaula que le corresponde. O casi
siempre. Pocas veces tuvo que bajar en
la de recorrido, que coge a los rezagados.
La jaula no es cómoda y siempre va demasiado llena. Pero
tiene la ventaja de que baja muy rápido. Empieza despacio y es ese momento en
que parece que te traga la tierra poco a
poco, pero luego es casi agradable esa sensación de caer a toda velocidad, pero
sintiéndose seguro. La quinta planta. Un
frenazo suave y luego, poco a poco, la jaula queda en el nivel. El embarcador
hace la maniobra y el que esta más cerca de la persiana la levanta. Todos van
saliendo, sin demasiada prisa.
Allí mismo, en el embarque, José engancha la lámpara en el
casco. Es la costumbre. La mayoría ya lo hicieron antes de montar en la jaula.
El embarque es amplio y, cuando no está lleno de vagones, podría parecer hasta espacioso. En realidad, parece un
túnel, con las paredes revestidas de hormigón, pero muy bien iluminado. José
espera que se ponga a su lado Alberto,
el guaje, y, sin decir palabra, echan a andar. El taller en el que trabajan
queda a menos de media hora y por eso no necesitan coger el tren. Él lo
prefiere así. Los trenes de personal son incómodos y lentos. Se forman con
vagones iguales que los que se usan para el transporte, sin más añadido que
unas tablas en el fondo, como asiento. Pero a él le aburro, sobre todo, lo
despacio que circulan. Parece mentira –
piensa muchas veces- que con lo poco que corren los trenes dentro de la mina
haya tantos accidentes en el transporte.
El los ha conocido de todas las clases. Desde el enganchador que metió la
cabeza entre dos vagones y la dejo allí, hasta la desgracia de Quique, que fue con
él a la escuela y quedaron un día aplastado contra un hastial porque, nadie
sabe por qué, se aparto hacia el lado por el que el tren se pegaba la pared.
Cien metros más allá
el embarque se convierte en una galería cualquiera. La sección vierte una
galería cualquiera. La sección del túnel se estrecha, desaparecen las luces y
los cuadros metálicos y el embastonado sustituyen al revestimiento de hormigón.
Y se entra también en el silencio. Los doce hombres que, casi en hilera, van
caminando hablan poco, con los ojos fijos en el suelo, dos metros por delante,
siguiendo la luz de sus lámparas que va iluminando los charcos, entre los
carriles de la vida. Dejaran luego el transversal principal para coger una
guía. Diez minutos mas y ya están encima del taller. Como José trabaja en uno
de los tajos de arriba, entra por la galería superior. Los de la parte de abajo
lo hacen por el coladero de la inferior. El sitio por el que entra José es un
agujero abierto en el suelo, que deja ver unas mampostas. Nadie se imagina lo
que es una rampla hasta que no la ve. Los que entran por primera vez a una mina
y les enseñan el furacu, creen que no es verdad que haya que entrar por ahí. La
gente cree que la mina es la galería, pero allí todo son flores. Lo que pasa es
que es difícil explicar lo que es un taller.
Don Ramón, el ingeniero, suele decir que el trabajo de la
mina es como comer un sándwich, pero solo el jamón y dejando el pan. El pan son
los hastiales y la capa, el jamón. Pero lo mano es que en las minas asturianas
el sándwich esta siempre puesto de pie. En otras partes los yacimientos están
tumbados y las capas inclinadas no se
explotan. Aquí, si solo se arrancara el carbón de las capas que están echadas,
habría que cerrar todos los pozos. La rampla esta guapa estos días. La capara
no es muy ancha ni muy estrecha. Se mueve uno a gusto y los hastiales son
seguros. José baja con seguridad hasta su serie, agarrándose a las mampostas. Siempre tres puntos de apoyo,
dice la norma de seguridad. Antes de avanzar una mano o un pie, hay que tener
bien afirmadas las otras extremidades. Y, además, saber donde se agarra luego
uno, dándole primero un empujonin o una patada a la mamposta antes de descargar
el peso sobre ella. Nunca se debe confiar uno cuando circula por el taller,
porque una caída puede ser de muchos metros. “Estamos peor que los albañiles en
el andamio, y, además, sin amarrar, pero nos salva que no vemos lo que tenemos
debajo”, dice Alberto. Es verdad. El ha oído alguna vez que, en no sé qué
sitio, probaron a iluminar un taller y tuvieron que volver al sistema anterior,
porque a la gente le entraba miedo al mirar para abajo.
El perfil de un taller de arranque sobre una capa vertical,
cuando se explota por el sistema de tajos invertidos, es como una escalera a l
revés, en la que los peldaños tienen cinco o seis metros de altura. Cada peldaño es una serie. De esa forma, cada
picador esta más avanzado que el que está situado más arriba y lo que tira el
otro, le cae por detrás. José tiene su tajo en la tercera serie. En la rampla
se trabaja a dos relevos y , aunque José conoce al que va en el segundo y sabe
que postea seguro, por precaución, y también por rutina, lo primero que hace al
llegar al tablero es tocar las mampostas con el cote del hacho, para ver si cantan
bien. Luego echa una ojeada al techo,
para ver si está seguro. Y después sube
hasta la serie de arriba para comer el bocadillo en compañía de Valiente. Antes
de salir de casa tomo un café con un
poco de pan, pero ahora la comida entra mejor. Hace años comía más fuerte.
Todos lo hacía, porque había la creencia de que el chorizo, el jamón y el
tocino ayudaban a criar redeña y que de esa forma disminuía el peligro de que
se produjera una hernia en el vientre. Pero era malo para el estomago. Antes
muchos mineros tenían gastritis, a causa de la comida y de que se bebía mucho.
Casi todo el mundo entraba con un litro de vino, pero no por vicio, sino porque
se decía que el vino daba fuerza. En realidad, daba euforia, pero al poco
tiempo uno se agotaba. Ahora José come más ligero. Un bocadillo de tortilla o
de carne rebozada, un poco de fruta y nada más. Y bebe solo agua. O, a lo mas,
echa un trago de la bota de vino que sigue levanto Valiente, Valentín. Comer el
bocadillo dura unos veinte minutos. Y ya se habla más. Un poco del trabajo y
otro poco de cualquier cosa: de futbol, de televisión o de la familia. José está
contento con su hijo mayor. Aprobó la selectividad y va a empezar a estudiar
medicina. Los médicos siempre acaban
colocándose y con lo que hoy cuesta hacer una carrera, es un dolor que
luego no sirva para otra cosa que para acabar en el paro o, en el mejor de los
casos, para terminar en la mina, como el chaval que entro hace tres meses,
Juanin, que termino la carrera de filosofía, o algo así, y está trabajando de rampero. Él le dice muchas
veces a Alberto, el guaje, que dejo de estudiar después de terminar el
bachillerato, que hace falta poca cabeza para meterse en la mina” Si hubiese
fecho yo eso a mi padre, matábame”. “¿Y por qué no estudiaste, tu?” “Porque
había que ganálo, porque en casa facien falta les perres. ¿O crees que entonces trabayábamos para poder tomar un
cubalibre? Había mucha necesidá”.
Sí, la había. Y él supo muy pronto, seguramente cuando tenía
nueve o diez años, que también iba a ser minero, como su padre y como uno de
los güelos, que se mato en una mina de monte que ya se agoto hace mucho. A
veces los críos de La Castañal se sentaban en la antojana de una casa y, con el
hacho de hacer astillan, jugaban a cabeciar un palo. “¿Ye así, pa?” Y el padre
contestaba “ya tendrás tiempo de sobra de aprendelo”. Su padre hubiera dado
cualquier cosa porque no fuera minero. Por qué otra cosa no podía ser. Por eso,
cuando cumplió los dieciseis años lo llevo
con él a pedir modo. El capataz era alto y seco. Lo miro muy serio,
desde detrás de la mesa, y el agacho la cabeza vergonzoso. “Si ye fiu tuyu, será bueno”. Su padre fue siempre
un poco socarrón. El se acuerda perfectamente de lo que le dijo: “miu,non sé.
Por lo menos, nació en casa”. El capataz estiro un poco la boca, como si
sonriera. “Bueno, chaval, Tu padre ye un buen picaor y un buen paisano. No lu
dejes mal”. Y dos días después empezó a trabajar de guaje.
Ahora el no sería capaz de tratar a Alberto como lo trataba
a él Tomason, cuando lo llamaba “¡guaje!”, que colocaba tres cagamentos delante
y otros tres detrás y siempre lo decía
por algo. Pero no porque fuera mal paisano. Era la costumbre. Entonces el guaje
era el criadin del picador. Antes de ir a trabajar había que ir a la fragua a
buscarle la herramienta y además, había que llevar el barril del agua, que esto
todavía se hace a veces. Lo peor que había que estar dispuesto a aguantarlo
todo, incluso algún castañazo que otro, y sin protestar. Era la ley. En el
fondo pasaba como en la escuela. La letra entraba con sangre. Primero aprendía
uno a embastonar, luego, a picar, después a postear, y un día llegaba a
picador.
En la jornada lo primero que se hace es dar la tira. Es una tarea pesada y desagradable,
que no gusta a nadie. Dar tira es aprovisionar la madera a cada picador para
que pueda postear su avance. Los que trabajan en los tajos de la parte alta del
taller, la reciben desde la galería superior. Los de abajo, desde la inferior.
Cuando la capa es ancha, y por tanto, las piezas que se necesitan son muy grandes, dar tira es una
operación muy penosa. Y, en el mejor de los casos, no gusta a nadie. Pero hay
que formar la cadena humana a lo largo de los ciento, ciento veinte o ciento
cincuenta metros del taller e ir pasándose las piezas. Postear una serie exige,
por término medio, seis mampostas, un freno, cuatro bastidores, una docena o
dos de bastones y, si los hastiales son falsos, unos cuantos piquetes. Cada
picador va apilando la madera a su lado.
Los bastidores son troncos aserrados por la mitad, en
sentido longitudinal, de modo que una cara es plana y la otra, convexa. Las
mampostas son trozos de tronco enteros o, a lo sumo, desbastados. El freno es
una mamposta un poco más larga y gruesa y los bastones, troncos delgados. Los
piquetes son piezas largas y afiladas,
en forma de cuña. Normalmente, el picador se aprovisiona de madera suficiente
para picar una serie y algo mas, solo cuando las condiciones son muy favorables
y cree que puede avanzar mucho mas junta la madera. Y así llego ya el momento
de comenzar a picar. José descuelga la manguera de aire comprimido, la apunta
contra un hastial y abre la llave para purgarla. El aire sale lentamente,
haciendo temblar la goma metiendo un ruido ensordecedor. Cierra la llave otra
vez y encucha la mangera al martillo. Antes lo ha engrasado, echándole un
calorin, y le ha puesto la pica, procurando que ajuste bien y corrigiendo la
holgura, si la tiene, con una badana o incluso con una hoja de periódico,
doblada muchas veces. La pica tiene que estar siempre bien afilada, y por eso
es precios sacar a menudo a la fragua. José empuña el martillo con la mano
derecha, oprime el gatillo y comprueba que la maquina funciona correctamente.
El aire comprimido hace que la pica avance y retroceda a gran velocidad. El
martillo tabletea como la metralleta. Cuando uno se acerca por la galería a un taller de arranque,
tiene la sensación de aproximarse a una extraña batalla, de la que las ráfagas
se alternan con el silencio.
Situado sobre el pequeño andamio que es el tablero, bajo el
que se abre un negro vacio, el picador, sin más iluminación que la que le
proporciona su lámpara de casco, ataca la vena de carbón que tiene enfrente.
Pero no lo hace ciegamente, sino con un método adecuado a las características de la capa. Lo habitual es
empezar por la regadura, que es la parte en la que la capa es más blanda. Si se
hace un surco profundo en la regadura,
luego será más fácil desprender grandes bloques de carbón. A esa tarea se llama regar.
Cuando se picaba a mano, la tarea de regar se hacía con una pica más
pequeña, la regadera. José conserva en casa una de su padre, pequeña y ligera,
como si fuera para un rapacin. Se manejaba con una cadencia muy rápida
empleando más la fuerza que la habilidad. La fuerza había que hacerla con la
pica, grande y pesada, para desprender el carbón, que, aflojad, al faltar la
regadera, se desprendía en grandes bloques. Todavía no hace tanto que se
trabajaba así. Los martillos de aire comprimido no comenzaron a generalizarse
en las minas asturianas hasta después de la guerra.
Para manejar un martillo también se necesita fuerza. Aunque
cada vez los hacen más ligeros, pesan mucho para manejarlos con una sola mano y
la vibración cansa tremendamente el antebrazo. Picar una labor algo agotadora.
El picador se va quitando la ropa a medida que avanza la faena. Al principio
dejo la chaqueta colgada en un bastón, luego se quita la camisa y, a veces, también, la camiseta. Pronto esta
bañado en sudor. Y con el sudor se va mezclando el fino polvo negro que flora
en el aire.
Ahora los talleres de arranque tienen una atmosfera más
respirable que antes. José recuerda que, cuando empezó a trabajar, había veces
que la polvareda era tan espera que apenas se podía ver. La silicosis era poco
menos que inevitable a los pocos años de trabajo en una rampla. Su padre se
jubilo con el segundo grado y murió con el tercero porque la silicosis sigue
avanzando, aunque uno haya dejado la mina. Algunos picadores y barrenistas
usaban una mascarilla, que era una esponja que se sujetaba a la cara con una
goma. Pero la mayoría prefería trabajar sin ella, porque decían que no servía
de nada y daba calor. Y además, el trabajo era tan duro, que muchos veían la
llegada de la silicosis como una liberación, porque permitía pasar de un puesto
compatible o, en los casos más avanzados, jubilarse pronto. Claro que en ese
caso, si no se conseguía que le declarasen a uno de tercer grado, la pensión
era muy pequeña. Por eso muchos mineros
libraban, después de jubilarse, una nueva lucha, esta vez ante el tribunal médico
que los examinaba para comprobar si el mal había avanzado. Ir a reconocimiento
era exponerse a una doble angustia: el temor a seguir condenado a la miseria de
una pensión raquítica o el miedo, aun mayor, de saber que el mal había
avanzado. Y la silicosis, lo dicen los médicos, es una enfermedad sobre la que
influye mucho la psicología del
individuo. Hay silicoticos que tienen los pulmones como una piedra y se sienten
mejor que otros que los tienen más limpios. Los de temperamento nervioso sufren
más y, a veces, basta cualquier menudencia para ponerlos al borde de la
asfixia. Hace pocas semanas, recuerda
José, a Manolín, un vecino, tuvieron que
marchar con él a toda prisa para el Instituto de Silicosis porque, viendo un
partido de futbol en la televisión, se puso nervioso y empezó a notar que se
ahogaba. Y, cuando eso ocurre, no hay otra cosa más terrible. Su padre, pese al
tercer grado, no sufrió mucho con el mal. Al final se afogaba mucho cuando tenía que subir una cuesta o la
misma escalera de casa, pero nunca necesito tener oxigeno , ni siquiera lo
internaron. Pero él conocía de casos que
aquello no era vivir. Y, sobre todo, no podrá olvidar nunca aquella vez que fue
a ver, al Instituto, a su tío Marcelo, cuando se estaba muriendo, con la boca
abierta y los ojos desencajados, y aquel pecho hundido, mientras las clavículas
eran como puñales de puro salientes y afiladas, que quisieran rasgar la piel.
Se le veía que solo quería morir de una vez y dejar de sufrir.
Ahora hay menos polvo porque se inyecta con agua la capa
antes de picarla. Los inyectadores suelen trabajar en el tercer relevo, el de
la noche. Utilizan unos martillos parecidos a los de barrenar, pero con una cánula
incorporada que mete agua a presión en la vena de carbón y la humedece tanto
que luego, a veces, los picadores acaban empapados. Pero mejor la humedad que
el polvo. Antiguamente, la rampla era una polvareda en la que ni se respiraba
ni se veía. Todavía no se trabajaba con la lámpara de casco y la luz de que
disponía cada picador era minina. Trabayábase a palpu, contaba su padre. Se
colgaba la lámpara de seguridad de un bastón y con el coquin de luz había que ver. Los mineros tenían que forzar
tanto la vista que muchos de ellos enfermaban del “nystagmus”, es decir, que
empezaban a ver unas manchas negras y algunos
llegaban a quedarse ciegos.
Hoy la lámpara de seguridad solo la usa el vigilante. Aunque
hay aparatos más modernos y sensibles para detectar la presencia del grisú –
los grisuómetros – la lámpara sigue todavía siendo útil, porque avisa con toda
certeza de la presencia del gas. La llama se pone azul, entonces alumbra con más
intensidad. Con relación al gas sí que mejoro. Antes eran frecuentes las
explosiones y había catástrofes terribles. José era todavía rapacin cuando la
catástrofe de María Luisa. Se acuerda como si lo viera, que aquel año fue a las
fiestas de Santiago y en el desfile de carrozas había una que representaba el accidente,
con un minero que empujaba una vagoneta en la que iba el cuerpo de un compañero
todo cubierto de sangre. A él aquello le dio miedo y recuerda que su madre
lloraba y que su padre miraba muy serio, sin decir palabra.
Las explosiones. José oyó hablar de una muy famosa, la de la
mina Taracon, en Aller, que decían que salía como un huracán por la bocamina.
Eran frecuentes los accidentes de quemados. Cuando José va a tomar un café a
Casa Piñón, allí está siempre Juanin, con la cara completamente quemada, la
piel tirante y casi sin narices ni orejas. Pero así y todo, salvo. Hay que
tener mucho respeto al gas, porque, por muy bien que este la ventilación,
siempre lo hay. Hay capas que dan más que otras. Los pozos de la cuenca de
Aller, por ejemplo, están clasificados de cuarta categoría, porque el carbón es
muy grisuoso. Pero incluso las capas más limpias desprenden grisú, que está en
el polvo de carbón. Cualquier chispa lo puede hacer inflamarse. Por eso esta
tan castigado el fumar en la mina, hasta el punto que simplemente meter la
cajetilla de tabaco equivale, si se descubre, al despido fulminante. Y no hay sindicato que, en un casi así, se
atreva a defender al trabajador que cometa la infracción.
Entre el tablero y el frente hay un espacio por el que va
cayendo el carbón, a medida que José lo hace desprenderse de la capa con el
martillo. Como se trata de una capa muy pendiente, casi vertical, los grandes
bloques de mineral corren hacia el fondo de la rampla con facilidad,
fragmentándose, mientras chocan con las mampostas o con los hastiales. En los
talleres menos pendientes se ponen unas chapas, a modo de canal, para que se
deslice el carbón y en os mas tumbados y horizontales los guajes tienen que
palear constantemente para primero quitarle de encima el carbón al picador y
luego acercarlo al pozo. O eso era más bien antes. Ahora las pocas capas
echadas que existen en los yacimientos asturianos suelen estar
mecanizadas. El carbón se arranca con un cepillo y cae en un páncer, que lo
transporta hasta la zona de carga. En estos talleres el posteo se hace con estemples, o sea, mampostas metálicas,
hidráulicas, y en muchos, ni siquiera se rellena. A medida que avanza el
frente, se van quitando las mampostas y el techo se va hundiendo.
Hay también capas inclinadas que se mecanizan. En esas se
utilizan las rozadoras. Un cabestrante tira de ellas desde la galería superior,
y la cabeza de la rozadora, que también tienen un avance autónomo, va comiendo
la capa. Pero la mayoría de las capas de los yacimientos asturianos son
difíciles de mecanizar. Algunas, porque son demasiado pendientes. La mayoría,
porque son demasiado irregulares. Están llenas de repuelgos y cortadas muchas
veces por fallas. Las rozadores que se importan de Rusia, de Alemania o de
Inglaterra tienen potencia suficiente para arrancar el carbón, pero no para llevar
por delante una intercalación rocosa que aparezca de pronto en la capa.
Entonces hay que desmontar la rozadora, volar los repuelgos o ahorcar la falla
y , cuando el taller vuelve a estar en condiciones, instalar la maquina otra
vez. En Asturias hay muy pocas capas regulares que mantengan siempre la misma
potencia. Lo de menos es que presenten estrechones o anchurones. Lo malo son
los otros trastornos. Por eso sigue predominando el arranque manual y los
técnicos opinan que el martillo picador seguirá siendo el medio principal para
sacar el carbón mientras haya minas en Asturias. José ha oído muchas veces que
los yacimientos como los de Asturias no
se explotan en ninguna parte, porque en el extranjero solo se aprovechan las
capas tumbadas y se dejan las verticales. Por eso, lo sabe el, los asturianos
tienen la fama de ser los mejores mineros. No es fácil ser buen picador. Hay
gente que cree, incluso gente que vive en la cuenca minera, que un picador es
una especie de picapedrero, con unos brazos muy
fuertes, que tira p’alante, sin más.
Pero picar es casi lo de menos, aunque sea tan cansado y tan duro que en
una jornada no se esté con el martillo más de dos horas y media o tres. Lo
difícil no es avanzar por la capa. Lo difícil es avanzar con seguridad. Más
importante que saber picar es saber postear. Por eso al posteador, que no pica, sino que se ocupa de mantener en
condiciones la calle del taller, se le reconoce más categoría que al picador.
José ha empezado a picar la serie por la parte de arriba y ha ido abriendo un hueco profundo. Su tarea ,
a lo largo de la jornada, va a ser normalmente, picar una serie, es decir, dar
un avance uniforme a lo largo de todo el frente, que mide entre cinco y seis
metros de altura. Trabaja a destajo, lo que quiere decir, que cuanto más
avance, más dinero ganara pero eso no quiere decir que tenga que avanzar un mínimo
para tener derecho a un mínimo , sobre el que se añade el incentivo. El
vigilante es quien controla la producción de cada picador. Al comienzo de la
jornada pone en cada tajo el potel que le servirá de referencia para medir
desde esa marca el avance que ha realizado el picador después de haber cuadrado
la serie, esto es, después de haber posteado el avance y dejado un frente
uniforme para el picador que entre en el siguiente relevo.
Lo habitual es que, salvo que la capa sea muy estrecha y
permita un avance mayor, el picador coloque una sola jugada durante su tiempo
de trabajo. Jugada, juego o xuegu
tienen, en el lenguaje minero, el doble significado de avance
consolidado por la entibación o el ensamblaje
para ese apuntalamiento del tajo.
Las juagadas se colocan más próximas o más distantes entre sí en función
de las condiciones generales que presenten la capa y los hastiales. Si el techo
esta falso, con amenaza de desprendimiento de grandes bloques de roja
(costeros) o si la capa presenta peligro de derribo, es preciso aproximar las
jugadas e incluso empiquetar la labor. Los costeros son más fáciles de ver que
los derrabes de predecir. Un accidente por la caída de un costero suele ser consecuencia de un
descuido. Un derrabe, en cambio, puede ser completamente impredecible: de pronto, el frente de carbón o la niveladura
de la serie se le viene encima al picador y entonces no hay nada que hacer.
Solo en ocasiones la capa avisa. Es cuando el carbón empieza a esmigarse poco a
poco. En esos casos hay que dar una voz avisando a los otros compañeros del
taller y salir corriendo a toda velocidad, porque a veces en uno o dos segundos
está en juego la vida.
Al postear se
persiguen dos objetivos: que los hastiales, o paredes de roca entre las que
estaba aprisionada la capa de carbón, no se junten, y que el corte de la capa,
bajo el que se va metiendo el picador a medida que avanza, no le caiga encima.
Este corte, llamado niveladura de la serie, es el que precisa una mayor atención
en el posteo. Una gruesa mamposta, o freno, se coloca al final del avance y
entre ella y el freno anterior, se embastona. Los bastones son piezas de madera
más delgadas y, aparentemente, menos consistentes. Parece que no sujetan
apenas, pero una regla de oro de la mina dice que nunca se debe quitan un bastón,
por inútil que parezca su función.
Postear es, ante todo, una tarea de habilidad y de precisión.
Hay que cortar la madera a medida y ensamblarla de mono que no quede holgura.
Se empieza haciendo una bolsa en el muro, que es el hastial que, mirando hacia
la capa, queda más abajo. La balsa es un pequeño pozo sobre el que se va a
asentar la mamposta. El picador toma entonces el hacho, grande y siempre bien
afilado, y mide la distancia entre, la balsa y el techo, o hastial superior.
Para ello utiliza un bastón, el mango del hecho o, simplemente, lo hace a
cuartas. Ningún picador suele utilizar un metro. Corta la mamposta para
ajustarla a esa medida y afila como un lapicero gigante por la parte que va a
encajar en la balsa. Por el otro extremo, en cambio, hay que hacerle un cabeciaúra,
o concavicidad, para que ajuste la convexidad del bastidor, con el que tiene
que encajar. Normalmente, las mampostas ya se las sirven cabeceadas al picador
desde la sierra del pozo, pero él suele terminar de labrarlas a su gusto con
certeros golpes de hacho. Cuando la mamposta esta lista, el picador arrima un
bastidor al muro, con la cara plana ajustada a la roca pulida y la convexa
hacia abajo. Si está con él el guaje, le ayuda en la labor. S no, se arregla él
solo, echando mano de un bastón o de otro apoyo cualquiera para sostener el
bastidor pegado al techo, encajar la mamposta en la balsa por el lado en que está
afiliada y luego, valiéndose de la parte de atrás del hacho, el cote, golpeándola
para que la cabeciaúra se ajuste perfectamente al bastidor. Si el muro no
presenta demasiada consistencia en vez de hacer una balsa, se coloca otro bastidor
y se labra un hueco para que encaje la punta de la mamposta. A esta forma de
posteo, que es muy frecuente en las minas asturianas, se le llama de chulana. Una
vez que la mamposta ha quedado encajada entre los dos hastiales, el picador
comprueba su firmeza, golpeándola con la parte de atrás del hacho. Si la
mamposta está segura, emita una vibración característica. “Canta como una
campana”, suele decirse.
Nivelar bien la serie es la tarea más difícil y delicada,
porque en ello le va la seguridad al picador. Una vez que lo ha hecho y que ha
colocado otra mamposta, José se toma un descanso y sube a la galería. Algunos
emplean esta pausa a mitad de la faena para comer el bocadillo, pero él tiene
la costumbre, desde siempre, de comer antes de empezar a trabajar. Pero un
trago de vino de la bota, a media tarea, no viene mal. En la galería la
atmosfera esta mas respirable que en el taller y también hace más fresco.
La ventilación llena la mina de
corrientes. Por eso se ha puesto la chaqueta, pues esta empapado en sudor y
puede coger un resfriado o algo peor. Si la silicosis es la enfermedad característica
de los mineros, las afecciones bronquiales no son menos características. La
humedad, las corrientes de aire y los cambios de temperatura hacen que muchos
mineros padezcan bronquitis crónica.
A la hora del bocadillo pueden coincidir cuatro o cinco de
los que trabajan en el taller. Se sientan en el suelo y se comenta cualquier
cosa. A veces se habla de la labor, otras de futbol o política. Y, no pocas
veces, de las condiciones de trabajo. En ocasiones la conversación se alarga un
poco más. Tampoco pasa nada por eso. El picador siempre tiene un margen para
administrar su tiempo. Normalmente, suele colocar una jugada completa: un freno
y dos o tres mampostas. O picar una serie, como se quiera. Tienen que darse muy
bien las cosas, o ser un fuera de serie, o reventarse a trabajar – según como
se mire—para hacer un avance mayor. Pero, por lo general, el picador no tiene
la jornada saturada, como el barrenista, que prácticamente no puede parar ni un minuto. Cuando entra, se encuentra con
el frente patas arriba. Han disparado la pega, y el escombro producido por la
voladura se amontona en el suelo. El barrenista y su ayudante tienen que cargar
ese escombro en vagones, ayudándose con una pala neumática, levantan los
cuadros metálicos para entibar la sección de la galería y, finalmente, hacer con
el martillo perforador los barrenos en los que los artilleros colocaran la
dinamita con la que volaran la roca. Los barrenistas van siempre contra el reloj
y apenas les queda tiempo para comer el bocadillo.
Cuando José regresa al tajo, después del breve descanso, le
queda por hacer la mitad de la labor, pero es menos fatigosa que la primera. Ya
esta nivelado el techo de la serie, que es la fase más delicada y difícil del
posteo, y ahora solo queda cuadrar el tajo. Pero, en contrapartida, las fuerzas
son menos, porque el cansancio se va haciendo mayor. Y eso que la capa es
relativamente cómoda y se puede trabajar de pie. Lo malo es cuando resulta tan
estrecha que no puede uno casi ni revolverse. José recordara toda la vida aquel
carbonero de medio metro de potencia en el que trabajo durante unos meses en el
que ya era una odisea llegar al tajo, porque, encima, tenía estrechones y había
sitios en los que había que quitar hasta la petaca para poder pasar. Los
ramperos apenas tenían sitio para palear el carbón y, cuando el pozo engolaba,
el posteador se veía negro para recorrer el carbón y que bajara hasta la bocarrampa.
A veces se pasa muy mal en la mina. No solo por el riesgo
del accidente, que siempre existe, porque se ve mal y siempre hay un techo encima
del que uno no puede fiarse nunca, sino porque hay labores muy duras de hacer.
Es verdad que lo peor está en la rampla y que seguramente no haya nada tan malo
como dar una chimenea: calar, a través de la capa de carbón, desde una galería inferior
hasta la inmediatamente superior, con un desnivel de ochenta o cien metros, o más.
Así se empieza a poner en explotación un taller. José solo abrió dos chimeneas
en su vida . Es el trabajo mejor pagado pero no desearía volver a hacerlo. Se
parte de la galería de abajo, se abre un coladero, luego la sobreguia, y se
empieza a furar para arriba. Todos los peligros de la mina se junta allí: la acumulación
de gases – el grisú, el monóxido de carbono, el polvo del carbón – por la mala ventilación,
la posibilidad de desprendimientos del techo, los derrabes. Y, si pasa algo, no
hay escapatoria. Y, sin embargo, hay pocos accidentes haciendo chimeneas,
seguramente porque se trabaja con más atención que nunca. La mina le respeta a
uno, sino uno sabe respetarla. Pero a veces el respeto se le pierde con la
confianza y entonces no perdona. Eso decía a menudo su padre y a José se le
quedo grabado.
Hay otras tareas difíciles, incluso en la galería. Por
ejemplo, hacer una estaya, cuando el empujón de los hastiales estrecho la galería
y no digamos levantar los cuadros cuando se agacharon, a veces hasta
arrodillarse. Menos peligroso, pero muy duro, es rebajar la vida. Nada es fácil.
Pero lo más duro es el arranque, y por eso es lo que más se paga. Pero también la
preparación, el transporte y la conservación son trabajos imprescindibles que
tienen que ir perfectamente coordinados
para que la mina marche bien. El picador avanza por la capa, pero, por encima y
por delante del taller tiene que marchar la galería, por la que llega la madera
para entibar y por la que se mete el escombro con el que se rellena el hueco
que deja tras si el taller al avanzar. Y por debajo tiene que estar en condiciones
la galería en la que se carga en vagones el carbón que a lo largo de la jornada
va cayendo hasta el fondo del taller. Hay un continuo trasiego de trenes por
los kilómetros y kilómetros de galerías que se han ido abriendo a lo largo de
los años de vida de la mina, movidos por pequeñas locomotoras de cumuladores,
que conducen los maquinistas de tracción, herederos de los caballistas, que
llevaban los trenes de seis vagones arrastrados por una mula. La conservación
de la compleja red de aire comprimido es una tarea delicada, que realizan los
tuberos. Y el desarrollo del arranque mecanizado ha metido en la mina a nuevos
especialistas, como los electromecánicos. Todos son importantes, como lo son también
los de fuera, desde el lampistero, que tiene la lámpara a punto, hasta el
maquinista de extracción, enfrentado a su delicada misión en la sala de
maquinas, grande, alta y limpia como una iglesia, aunque sacudida cada cierto
tiempo por los golpes tremendos de los grandes contrapesos que frenan la jaula.
En el taller llego la hora de terminar el trabajo. El
vigilante paso por última vez, hizo una marca con el potel para señalar el
avance y dio unos golpes a la jugada para ver si estaba segura. Cuando siguió taller abajo, José empezó a
recoger el material. Desconecto el martillo de la manguera y la colgó de un bastón.
Luego desmonto el martillo para sacarle la pica, porque conviene llevarla ya
afilada a la fragua. Guardo el martillo, el hacho y la pica de mano en un rincón
bajo tablero, puso la chaqueta y subió a la galería. Allí ya lo esperaban otros
dos. Se pusieron a caminar aprisa, desandando el camino que habían hecho por la
mañana, mas cansados, pero más ligeros. Un día menos, un día más. En el camino
se habla de cómo fue la jornada o de cómo está el taller. Cuando se ve a lo
lejos la luz del embarque, el paso acelera solo. Si uno llega de los primeros,
es curioso ver venir a lo lejos a los demás. Aparecen en lo oscuro de la galería
unas luces muy débiles, que se mueven como si fueran candiles. Y luego, más y m
as, aumentando de tamaño, hasta que comienzan a verse los mineros. Si se llega de los últimos , el embarque es un
puro vocerío. José lo compara unas veces con el mercado cubierto y otra con el
recreo de la escuela. “Parecemos rapacinos”, piensa, mientras ve como la gente
gasta bromas a gritos, o se empuja en la cola que se forma para coger la jaula.
Todo el mundo tiene prisa en salir y cuando llega la primera jaula, los que están
los primeros corren a ocupar sitio, apretándose dentro hasta estrujarse.
La jaula sube tan aprisa como bajo. Pausa velozmente por los
embarques iluminados de las plantas, hasta que, de pronto, de arriba, empieza a
filtrarse la luz blanca del día. Y cuando está a punto de llegar al nivel de la
salida, frena casi en seco. Después, muy
despacio, asoma a la superficie. Si hace sol, hay que cerrar los ojos un
momento, para acostumbrarse a la claridad. El que está delante, levanta la
persiana y todos salen aprisa, muchos con la cara negra, la camisa desabrochada
y la camiseta azul brillante de sudor y polvo de carbón. José se acerca a la
ragua a dejar la pica del martillo y luego se encamina a la casa de aseo. Entra
por la lampistería, aflojándose el cinturón de cuero para sacar la lámpara, que
deja encima del mostrador delante de los lampisteros, que las van cogiendo para
poner las pilas a recargar, luego pasan por el tablero a recoger la ficha que
deposito por la mañana. Esta será la señal de que salió de la mina. No es la
primera vez que en un accidente se
descubre después de salir del relevo, porque alguna ficha quedo sin recoger. La
mina es grande y a veces los mineros están muy solos. Puedes matarte sin que
nadie se entere horas después. Claro que a veces también pasa que algún descuidado
se olvida recoger la ficha y organiza un zafarrancho en el pozo para
encontrarlo y resulta que está en casa o en el chigre.
A ducharse. En la casa
de aseo se habla a voces mientras los mineros se desnudan. Cuando te que
quitas la ropa es cuando te das cuenta de que el polvo de carbón se te ha
metido por todas partes, hasta en los calzoncillos y los calcetines. Esta entre
los dedos de los pies y, si te suenas, ves que también hasta dentro de las
narices. Y al menos, ese se ve. El polvo de sílice, que no se aprecia a la
vista, es mucho peor. Flota en la rampla y en las galerías y es el que se
instala en los pulmones y se incrusta en
ellos como un ladrillo que va aumentando de tamaño. Por mucho quelas estadísticas
digan que se va ganando la batalla a la silicosis, no hay minero que, aunque
pase por un reconocimiento cada dos años, no tenga todavía el temor de estar
afectado por el mal. En las duchas se habla a veces entre una nube de vapor. No es fácil quitar el carbón de la
piel. Lo mejor es humedecer la pastilla de jabón y aplicarla sobre la piel seca
y así enjabonarse fuerte, antes de meterse debajo de la ducha. Todo es oficio
en la mina. Hasta saber lavarse.
José se seca, se pone la ropa de calle, envuelve en la
toalla húmeda la ropa sucia y con ella debajo del brazo, sale afuera. Como esta
mañana llego un poco apurado de tiempo y no pudo pasar por el tablón de
anuncios, se acerca un momento. Mira primero el de la central sindical a la que
está afiliado, luego el de la otra y el de la empresa. Un vistazo solo, porque
no hay ningún papel nuevo. Si hubiera habido novedad importante, ya se hubiera
enterado por la mañana. Las asambleas se hacen siempre a la entrada del relevo.
Después, todo el mundo tiene prisa. Ya son más de las dos y José marcha
directamente a casa. Solo a veces, por el verano, puede pasarse diez minutos a
tomar un culete de sidra en el chigre que está delante del pozo. No le gusta
hacer esperar a su mujer a la hora de la comida y además, siempre sale con
hambre de la mina.
José vive desde hace casi veinte años en una barriada que
cambio mucho por dentro y por fuera. Los bloques los reconstruyeron por
completo porque estaban que se caían. Ahora el piso no está mal. Es algo
pequeño pero también tiene una renta muy baja. Hubo un tiempo en el que él y su
mujer dudaron entre comprar un piso en el pueblo o en Gijón. Por fin decidieron
que en Gijón. Dentro de unos años terminaran de pagarlo. Van por el verano a
pasar el mes de vacaciones y, cuando llegue la jubilación, seguramente se
marchen a vivir allí. Ya no que tanto, después de todo. José ya ha hacho números
por encima y dentro de cuatro años tendrá la edad resultante para jubilarse con
el cien por cien. Siempre trabajo en el interior y lleva dieciséis años de picador
, que aplicando un coeficiente reductor de cero como cinca, escomo si tuviese
ochos años. Cuando llega a casa, la mujer y los dos hijos ya le están esperando
para comer. En eso le gusta transigir. “Salir cuando queráis”, le dice a
los chavales, “pero a la hora de comer y
a la de cenar, en punto”. Aunque él, a veces, por la noche llega más tarde, si
se entretiene en el chigre echando la partida.
Comen los cuatro en la cocina, que es la pieza mayor de la
casa, donde también está la televisión. El no es muy hablador, y desde luego,
del trabajo no habla nunca. A lo sumo su mujer le pregunta un “¿qué tal?” y él
contesta “Bien”, y ya está todo dicho.
Durante la comida atienden a la televisión o hablar de cualquier cosa. La mujer
cuando algo que ha oído por la mañana en la plaza o lo que dijo la radio. El
chaval es como él: hay que sacarle las palabras
con gancho. No le gusta que traiga el pelo tan largo y de veces en cuando le
dice “a ver cuándo vas al barbero”, pero sabe que no le va a hacer caso y además,
está orgulloso de él. “¿Onde tal’l medicu?”, le pregunta a veces a la mujer,
con una mezcla de ironía y orgullo. La
que no para es la nena. Tiene quince años y ya va haber que empezar a
atarla corto. Pero él en esas cosas no se meta. Se lo deja a su mujer. “Oye,
tú, cuidao con esta”. Después de comer
coge un momento el periódico, que compro por la mañana junto al pozo. Lo mira un poco por encima y enseguida
le entra el sopor. “ A mí, la siesta que no me la quiten”, dicen. Suele dormir hora y media o dos horas. Luego
se levanta, se afeita y sale a dar una vuelva. Toma una copa de coñac en el
chigre. Luego, si hace bueno, se acerca
hasta los jardinillos. Una o dos veces a la semana va a casa de su madre. Esta
ya viejina, pero obstina en seguir viviendo sola. Lola, la hermana, se empeña
en que vaya con ella, pero resiste. Hacia las ocho y media vuelve por el
chigre. Si no están ya, los de la partida, van llegando. Colás, el compañero,
Aurelio y Jandro. Juegan al tute. Un apartida a seis juegos, otra a cuatro y,
si hay empate, la buena. A esa hora beben vino. El es más sidrero que otra cosa,
pero para jugar el vino es más cómodo. Las dos
parejas andan por ahí. Por eso tiene más interés. A él le gusta jugar con Colás , porque es de buen
compas, habla poco y no se enfada si pierde. Aurelio y Jandro, por el
contrario, siempre riñen si les va mal. Pero, total, se trata de pasar el
tiempo. Y así, pasa. Hacia las diez o diez y media la partida se acaba. Ya el
chigre va quedando vacio. José marcha solo para casa. A veces la mujer y los
chavales ya cenaron cuando llega él. Tiene la mesa puesta , esperándole. Si le
gusta el programa, se queda viéndolo en la televisión. Está pensando en comprar
un video, pero tiene miedo de que le
quite horas de sueño. Hacia las doce – a veces antes - se acuesta. Es la hora en la que mas hablan:
las cosas de la casa o de asuntos sin
importancia. Nunca del trabajo. Alguna vez José se pregunta si su mujer, que es
hija de minero, hermana de mineros y mujer de un mineros, se imaginara lo que
es una mina, lo que es la rampla. Pero de lo que está seguro es que ella le
tiene mucho más miedo a la mina que él. Antes de apagar la luz es ella la que
pone el despertador para que suene a las seis.
¿cual es la indumentaria de un picador en la mina?
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